miércoles, 12 de marzo de 2014

CAMBRIA



CAMBRIA


Ahora escribo en Cambria y no en Times, dijo mientras terminaba de recuperar el aliento luego de follar como solo con ella podía hacerlo. Eso siempre lo había dicho, de manera clara y repetitiva: follar como solo con ella podía hacerlo.  Lo reiteraba hasta el punto en que ella pensó que follar era para él una especie de núcleo, un centro, la médula de una relación o de un enlace complejo que se encontraba suspendido en el aire y que ambos deslizaban bajo una alfombra de conversaciones doctas acerca de filosofía francesa post 68, estética contemporánea, comparaciones virulentas entre el cine oriental y el cine norteamericano, las constantes de la literatura latinoamericana (Ella pensaba en lo concreto y Él opinaba que el extravío), poesía, viajes, acerca de lo que Él quería escribir y dónde quería trabajar y de lo que ella proponía a la universidad, de sus postulaciones, de la posibilidad de exponer por primera vez en el extranjero, de estudiar en Brasil, pero luego de estudiar portugués. Ella haría aquellas cosas. Él, y lo sabía, no.
Cuando Él afirmaba que con ella follaba como con nadie nunca antes lo había hecho no se refería, necesariamente, a que follar fuese un acontecimiento gravitante. Sabía, como Rimbaud, que follar era finito, que la energía del sexo se apaga como la llama de una vela, o de un sirio, como algo más grande que una vela pero mucho más pequeño que una hoguera. Sabía que llegaría el momento en que ya no follaría y que quizás, antes de eso, ya no follaría con ella. Los tiempos de hablar de lo infinito se hallaban suspendidos, por lo tanto admitía cada vez con mayor seguridad y claridad que el día de la última follada se acercaría inexorablemente. Lo único que esperaba era leer la situación, predecirlo, adelantarse para dejar un buen recuerdo, una performance que dejara una huella en ambos y follar, en ese momento, con la desesperación de quien renuncia al objeto del deseo, como arrojando al fuego un fragmento de la vida, como arrancándose un diente con las manos. Follaba con ella como nunca lo había hecho con nadie porque sentía que con ella su cuerpo completo se fundía, sudaba, mordía, arañaba, apretaba. Y eso era nuevo para Él, acostumbrado a la autoimpuesta contención. Muchas veces no terminaba porque se sentía incómodo con la idea de exhibirse ante Ella con la apariencia de la carne muerta e inútil. En esas ocasiones iniciaba una conversación o exponía un argumento pendiente acerca del extravío, acerca de la idea de un cuento que nunca escribiría y se reían juntos, bromeaban, continuaban conversando y luego continuaban follando. Al terminar, envueltos en una espiral de confusión, mareados en ocasiones, se decían que se amaban, se miraban a los ojos, se dormían abrazados, fuertemente, como si quisiesen seguir follando. Él, que sabía sobre el tema, pensaba que habían desarrollado un lenguaje en torno a sus propios cuerpos, que desde sus propios cuerpos emitía fragmentos de una comunicación que decía más de lo que con palabras eran capaces de abarcar. Por eso decía que con ella follaba como nunca antes lo había hecho con nadie.
¿Qué pasó antes? ¿Qué fue, precisamente, lo que hiciste cuando dejamos de hablarnos, hace años? ¿Qué aprendiste en esa época? Preguntó Él mientras Ella se cubría con la sábana y le daba la espalda, le ofrecía la espalda para ser abrazada y sentirse protegida de esa sensación de vibración blanca que desde hace algunos días nublaba todo. Nada, dijo, por eso estoy acá. No aprendí nada. Me conocí, te busqué, me busqué y me encontré antes de encontrarte. Sufrí mucho, dijo, pero no te culpo, eso es parte de un proceso que aprendí a llevar, dijo. No niego que sentí que me volvería loca, que traté de odiarte, que me metí en todos los sucuchos que encontré por ahí, que me encontré con mi cuerpo y estuve con hombres y con mujeres. No puedo negarte eso, dijo, pero no te culpo. Él la escuchaba en silencio. Agitado, pero silenciosamente. Repasaba sus culpas, que eran varias.
Cuando aquello ocurrió ella era joven y se dejó llevar. Se dejó seducir y dirigir por un deseo que creía imposible. En eso piensa mientras Él repasa sus culpas. Acerca del poder del deseo y de las consecuencias de actuar a ciegas. Ella lo hizo luego de caer en el vacío de aquellos años. Se acostó por acá, por allá, con personajes de toda catadura. Se dejó abusar, se defendió, se perdió, se encontró. Realizó así un pequeño peregrinar por el Infierno llevando consigo un pequeño atisbo de lucidez, una pequeña estrella en su bolsillo que exhibía su brillo solo cuando todas las demás luces se apagaban y cuya única función era la de recordarle sus acciones, sus decisiones, un pequeño flash que servía para fotografiar los rostros oscuros de cada hombre, de cada mujer, de cada cuerpo que por su cuerpo se deslizaba, las formas de cada cuerpo que por su cuerpo se introducía para luego escapar en el silencio, por cada cuerpo que a su cuerpo obligaba y abría y disponía sobre camas sucias y desconocidas.
Las culpas de Él eran complejas. Es gracioso pensar en lo que uno analiza luego de follar, le dijo a Ella, es gracioso luego de que uno lo supera, pero es doloroso en el momento. ¿En qué podría haber pensado Rimbaud luego de follar? Pensó, y quiso decirlo pero la pregunta le pareció estúpida. Ella leía su voz mientras la vibración blanca comenzaba a nublarlo todo nuevamente. Una lágrima tibia rodó por su mejilla y dejó un surco húmedo en ella para luego caer sobre la sábana azul que se oscureció por efecto de la pequeña dosis de humedad. Él no se percató, ya que se encontraba perdido en sus culpas complejas. Su problema, creía, era no conocerse, no ser capaz de enfrentarse a sí y decidir desde el vacío, dañando, arruinando, fracasando. Y ahí radicaban esas culpas, pensó. El problema, en realidad, era una tendencia al autosabotaje, hacia la autocompasión, hacia revestir todo de una importancia fundamental, como una opinión con la ceja en alto, como cuchuflís con mostacillas, un gato con la sombra de un tigre. Esta tendencia, su pathos hubiera dicho Ella, lo predisponía inexorablemente hacia la insatisfacción. No era trágico, para nada. Era ridículo, en realidad. Antes, meses antes de estos encuentros, Él se sentía insatisfecho. Ahora creía sentirse insatisfecho y se daba vueltas alrededor de aquella idea, escribiendo relatos acerca de eso, sus columnas en el periódico, sus breves opiniones en las redes sociales que escribía con la ceja en alto mientras se embriagaba cada vez más frecuentemente y fumaba ya hasta el punto en el que un dolor en un punto indeterminado de su espalda, a la altura de los omóplatos, entre ellos pero muy profundo, se volvía más palpable, más constante y más preocupante. Debo ir al médico, pensaba. Imaginaba cáncer, enfisema, fibrosis, bronquitis, EPOC. Imaginaba los peores pronósticos, pero no tenía como comprobarlos. De hecho, nunca comprobó nada hasta que ya era demasiado tarde.
Llevaba demasiados minutos perdido y sintió frio cuando el sudor comenzó a enfriarse. Se cubrió con la sábana y se acercó al cuerpo de Ella. ¿Qué piensas? ¿Estás callado y raro?, dijo sin mirarlo, explorando las hojas del pimiento que se podía ver por entre las cortinas. En nosotros, mintió. O sintió que mintió. En realidad era sincero. Pensaba en “nosotros”, pero un nosotros que a Ella no la incluía. Pensaba en sí y en sus huellas, en su tendencia hacia el derrotero itinerante y en las pequeñas consecuencias o grandes tragedias que aquella actitud había provocado. Pensaba en terminales de buses, en filas, en las mañanas, en las noches, en las palabras no dichas, todo revestido con la importancia de la ceja en alto. Todo más trágico de lo que en realidad era, ya que sabía, en el fondo sí lo sabía, que todo la distancia se reducía a un llamado telefónico, a una palabra, a una decisión postergada, pero se daba vueltas en lo otro, en la sensación pegajosa de que había más luz de la necesaria, una sensación que le llevaba a percibir el día de un color más blanco, de un color irreal, un color vibrante y falso.
Creo que es mejor que me vaya, dijo Ella mientras se ponía de pie envuelta en las sábanas y buscaba su ropa que estaba regada por el piso de todo el departamento a medio vaciar. Él no respondió. Ambos se habían percatado de que algo estaba ocurriendo, provocando que el tiempo transcurriera más lento, más pálido y más histérico (mirar el reloj: las 3:50, las 3:50, las 3:50, las 3:50, las 3:51). Sus culpas complejas lo tenían contra las cuerdas. Emocionalmente era una bolsa de desechos, pensaba en una bolsa de basura (la autocomplacencia); pero no era una bolsa de basura, o al menos Ella no lo veía de aquella forma. Claramente lo amaba, quizás más por costumbre que por amor, pero lo amaba en el devenir de toda esa extraña complejidad. Lo amaba y quería lo mejor para Él. Era una bolsa de desechos, sí que lo era, de fragmentos, como una bolsa de esas plásticas, amarillas o blancas que se utilizan en las morgues y que en las películas aparecen con el rótulo de Bio-Hazard. Dentro de la bolsa se podían encontrar los trozos demasiado grandes de lo que no era capaz de enfrentar, de lo simple que Él transformaba en trágico, de lo que había postergado. Ella lo sabía y había actuado frente a Él desde la compasión, desde el deseo también e incluso desde el amor, pero antes que nada desde la compasión.
Ella ya estaba casi vestida cuando Él se puso de pie y comenzó con lo mismo, con celeridad, terminando antes. Encendió un cigarrillo. La mitad lo acabó en cuatro caladas. Sus manos temblaban, pero por efecto de la nicotina. Estaba flaco. Se había cortado él mismo el cabello. Su cara estaba gris. Dormía poco. Extrañaba mucho. Añoraba demasiado. Le ofreció algo para comer o salir a dar un paseo. Me iré, dijo Ella sin mirarlo. Encendió un segundo cigarrillo. Sentía que había pasado por mucho durante los últimos días. El pimiento se mecía con el viento. Está bien, respondió. Nunca regresó, ya que nunca la llamó. Comprendió, pasados unos días, que no supo leer la situación ni adelantarse a la última follada.
Ha publicado dos volúmenes de cuentos de tiraje moderado. Ha ganado un premio. Bastante dinero, pero insuficiente. Trabaja esporádicamente y escribe con la intención de más premios. No los recibirá. Ha perdido la chispa, se ha fracturado el hueso de la escritura. Uno de sus volúmenes va en su segunda edición. Una editorial mediana. Ella ha viajado. Ha continuado con sus estudios. Ha viajado mucho y ha conocido a muchas personas, en muchos lugares, bajo muchos cielos distintos y se siente feliz. Para Él, el sentido de los viajes siempre ha sido distinto. Más oscuro. No sabe cómo explicarlo. Era un pequeño tumor el dolor en su espalda. Nadie lo sabe. Ha mantenido el secreto durante tres años. Espera a que sus padres mueran para contarlo a sus hermanos. Lo logrará y no hará tratamiento para ello. Morirá de cáncer entre los 30 y los 40 años. Ella domina el portugués, el francés y el inglés. Él ha coqueteado con el alcoholismo. Tuvieron un hijo del que Ella se hizo cargo. Guardó el secreto un par de meses, pero Él se enteró cuando la carretera ya no podía ser recorrida en una dirección contraria. Él se resistió, pero luego asumió con la dignidad avergonzada de quien no tiene nada que ofrecer. Eso fue antes del premio y de los libros publicados. El niño heredará las pequeñas ganancias de la venta de los textos de su padre. Pero eso es el futuro, aún. Es invitado a un congreso de escritura periodística. Extraño, sus columnas, que escribe sin cobrar, le abrieron las puertas de la Academia antes que las ficciones que ha publicado con muy positivas críticas. Expone acerca de la columna y la posibilidad de la escritura liberadora, de las palabras catárticas, de su impresión, de sus pareceres. No es muy bien recibido. Demasiado metafísico (se ríe; antes hubiese pensado lo mismo); Ella es invitada. Le sonríe desde la distancia. Hace clases en aquella universidad. En breve será promovida y estará a cargo de un departamento de investigación. Tiene dinero, un segundo hijo. Se acerca. Le invita a beber una jarra de borgoña en algún pequeño bar del centro. El tose mientras abre el segundo paquete de cigarros del día. Ella siempre ha sido un año menor que Él. Ahora, pareciera que Él fuese 10 o 15 años mayor. Ya no escribo en Cambria, dice, volví a la Times, pasé por la Calibri, por la Garamond. Le sonríe. Ha perdido más de un par de dientes. Caminan juntos, en silencio, pero ya han pasado demasiado. 

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