CORDILLERA
Son las siete de la mañana. En
una hora más saldrán del encierro. La modorra es lógica, son seres humanos.
Pero se someten. Son ancianos. Necesitan las rutinas, los esquemas. El agua
recorre sus músculos secos y entibia los huesos cansados. Lavan los cabellos
ralos y cenicientos, pensando en el ayer: por la razón o la fuerza.
Desayunan a su antojo. Las
cabañas cuentan con sus propias cocinas, solícitas, bien surtidas de los
alimentos que necesitan. Sus familiares y amigos son lo que los traen. Hay
frutas, café, leche, cereales integrales, quesillo, fiambres de pavo, de pollo,
mermeladas artesanales. Del almuerzo no se preocupan. Comerán carnes magras con
guarnición de fondos de alcachofa, con espárragos, con alcaparras. Extrañan las
papas, pero el nutricionista las prohibió. A él sí se someten. Ni el recuerdo
queda ya de las filas. Las famosas filas por los artículos de primera necesidad
que el tirano impuso. El trabajo fue limpio y efectivo. El pasado, saben ellos,
se borra de un soplido. Comen alegres y satisfechos.
El personal externo les practica
masajes. Quedan untuosos, brillantes, perfumados de alcanfor. Alivian los
padecimientos de las extremidades flevíticas; concluyen con el rostro lleno,
orgullosos, intocables. Juegan al tenis, un deporte de caballeros. Porque son
caballeros. A la antigua. Con valores inquebrantables de lealtad hacia la
patria y a sus camaradas. Son diez. Algunos son amigos. No todos, por cierto.
Platican como lo hacen los viejos, con parsimonia, sin palabras sentidas ni
oraciones extensas. No necesitan de aquello. Se conocen y ya nada queda que se
puedan mostrar, solo las fotos de los nietos o de los bisnietos, si es que los
tienen. Juntos todos han visto mil veces el rostro de la muerte, por lo tanto
se conocen más que si fuesen hermanos.
Se sienten satisfechos, gloriosos
e intocables. Con los años se han fundido en la épica de la historia de una
nación que necesitaba ser corregida, que reclamaba manos firmes y decididas.
Por la razón o la fuerza ellos la corrigieron. Y fueron firmes y decididos. No
están para arrepentimientos. Pero el tiempo sigue pasando, y ese tiempo es
impune. La historia se contagia entonces de fantasía, se rellenan los vacíos
con la imaginación y juntos tejen un relato de figuras monstruosas, un tapiz
poblado de basiliscos y dragones, de huargos y quimeras, todos rojos y
sangrantes. Y en el medio ellos, iluminados, blandiendo espadas de eternidad,
liberando a una nación dolorida.
Celebran festividades secretas.
Se juntan cada cierto tiempo con las familias y comparten las historias del
ayer, la raíz del mito que construyeron con la visión del porvenir, liberando
al terruño del dolor. Se juntan y cuentan anécdotas, chistes, apreciaciones. Se
relamen en el orgullo.
Saben que los repudian, pero
saben también que son intocables. Pueden proferir el discurso que se les
antoje. Ellos construyeron la patria y lo harían mil veces más. Están
dispuestos. Siempre lo han estado. Les sugirieron el uso del miedo y de la
fuerza, y lo acataron como una orden, gustosos, siempre por la razón o la
fuerza. No se arrepienten. No lo necesitan.
Desde fuera del hogar se oye un
rumor. El viento les susurra que algo
cambiará. Porque sí, dialogan con los elementos y con las bestias, como los
héroes de las gestas. Porque eso son o porque eso creen ser. Da lo mismo. Lo
importante es que algo cambiará y lo confirma la radio primero, luego la
televisión, luego los periódicos. Porque los hombres de verdad necesitan
informarse para decidir. Necesitan rastrear las amenazas del día a día. La web
también lo anuncia, pero no lo quieren corroborar. Eso es para jóvenes.
Se inquietan. Se incomodan. Se
molestan. Ellos saben aquellas cosas que los otros, sus herederos, quieren
esconder. Ellos lo pactaron, de forma tácita o expresa, da lo mismo, lo
importante es que los otros están cambiando las reglas del juego. Eso no es ni
de caballeros ni de hombres de armas. Realizan llamadas telefónicas. Se
contactan con sus abogados, los testaferros. Los funcionarios de la ley
reclaman en los medios, reclaman también las familias por el atropello de la
nación desagradecida, lloran, se retuercen en impotencia.
Algo cambiará y hacen temblar la
tierra. Son elementales, como titanes. Gritan, declaran, enrostran, culpan a
diestra y siniestra, amenazan. Afuera, en conversaciones telefónicas, sus
herederos en el poder se llaman mutuamente a la calma. Son ancianos, dicen. Es
necesario, dicen. Cumplieron un ciclo, dicen. Diestros y siniestros hacen oídos
sordos mientras se funden en el apoyo mutuo; queman a los dioses elementales
para la fundación de un nuevo mito, el de la democracia, mientras en secreto
esperan el paso del tiempo impune, la hora de la muerte que sepulte la
historia.
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