PROMETEO:
Y
caminando por calles de fuego
me
encontré con Prometeo.
Me
encontré con Prometeo y las calles de fuego se volvieron calles de sangre,
ríos
de sangre, torrentes de sangre que avanzaban raudos hacia el fin,
raudos
torrentes de sangre por cuya orilla caminé junto a Prometeo.
Estaba
viejo el titán, nada titánico,
el
vientre abierto y sangrante, la sangre que fluía por sus muslos desnudos
describiendo
un camino sinuoso, un camino descendente
que
terminaba
en las plantas de sus pies,
huellas
rojas, pisadas, el rastro del titán.
La
ferula communis, la cañaheja la llevaba en su mano izquierda
y
con la derecha me apuntaba,
como
un loco, un milenarista,
me
apuntaba y me culpaba silencioso
y
el poder de su dedo índice era el poder de un cañón,
un
arma de destrucción masiva,
sus
dedos, pulgar, índice, medio, anular, meñique, el equipo completo,
todos
armas de destrucción masiva,
y
lanzaba bombas atómicas por cada uno de esos dedos
mientras
una mueca siniestra le deformaba el rostro ya deformado por los años,
el
rostro del Cáucaso, el rostro del hígado devorado.
Caminé
por horas junto a Prometeo,
llegaste
tarde, dijo son decir,
llegaste
cuando tienes mucho que perder, dijo sin decir,
llegaste
luego de la acumulación del estío, dijo sin decir,
te
tardaste, dijo sin decir,
y
Prometeo decía cosas inentendibles y en ocasiones sonreía burlón.
Apuntó
hacia el río de sangre,
y
coágulos del tamaño de gatos, ni muy grandes ni muy pequeños,
flotan
por el río que desemboca en el fin,
en
el fin del mundo o en el fin de los tiempos,
ríos
de sangre que se lo llevan todo y que todo se lo han llevado.
Prometeo
me llevó hasta un pequeño pupitre de madera junto al río.
Me
senté.
Me
senté y contemplé el río de sangre y los coágulos flotantes del tamaño de
gatos,
contemplé,
no miré ni observé, contemplé los cadáveres de todos los hombres flotando
rio
abajo,
descendiendo.
Contemplé
el cielo que se abría desde el horizonte calcinado
y
las mujeres, todas las mujeres del mundo que sollozaban,
un
alarido al unísono, un alarido terrible que me desagarraba el alma,
las
mujeres que sollozaron por siempre por la muerte de los hombres en el fin de
los tiempos.
Y
el cielo se abría y revelaba las costuras, las cicatrices del universo
que
Prometeo miraba con burla.
Y
mientras las mujeres sollozaban escribí.
Escribí,
digo,
escribí
con urgencia,
escribí
porque el mundo se acabaría luego,
escribí
porque las mujeres sollozaban,
escribí
porque el río no traía piedras, sino que coágulos y cadáveres,
escribí
con desesperación y fui perdiéndolo todo.
Prometeo
se reía burlón y repetía,
tardaste
demasiado, te demoraste, te entretuviste en el camino,
repetía,
tienes
mucho que perder, lo estás perdiendo todo, nada quedará,
repetía,
llegará
el momento en que hagas explosión, explotarás y arrasarás con todo,
repetía,
y
escribí, lo oí y seguí escribiendo mientras las águilas venían a nuestro
encuentro
y
continué escribiendo luego de dar una vuelta al mundo,
continué
escribiendo luego de entender como todo terminaría,
escribí
mientras el río se enrarecía,
mientras
el aire se arremolinaba, escribí,
y
seguí escribiendo mientras Prometeo luchaba contras las águilas.
Las
águilas y sus garras,
las
águilas y sus garras sobre el hígado de Prometeo que luchaba con vigor
mientras
continuaba escribiendo.
Y
en la orilla del río de sangre se acumulaban los cadáveres de todos los hombres
mientras
yo escribía y me olvidaba de comer, de dormir, de caminar, mientras lo perdía
todo,
mientras
yo escribía nada iba quedando,
te
demoraste, pero deberás renunciar a todo,
repetía
sin decir Prometeo mientras luchaba contra las águilas,
no
debiste acumular, repetía sin decir Prometeo,
y
el cielo se oscurecía, se oscurecía, se oscurecía
mientras
las mujeres comenzaron a lanzarse al río,
buscando
entre los cadáveres los cuerpos de sus hombres,
dejándose
llevar, navegando, descendiendo,
río
abajo y tiempo abajo
Prometeo
y yo luchamos y escribimos.
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