domingo, 23 de marzo de 2014

PROMETEO



PROMETEO:

Y caminando por calles de fuego
me encontré con Prometeo.
Me encontré con Prometeo y las calles de fuego se volvieron calles de sangre,
ríos de sangre, torrentes de sangre que avanzaban raudos hacia el fin,
raudos torrentes de sangre por cuya orilla caminé junto a Prometeo.
Estaba viejo el titán, nada titánico,
el vientre abierto y sangrante, la sangre que fluía por sus muslos desnudos
describiendo un camino sinuoso, un camino descendente
que
terminaba en las plantas de sus pies,
huellas rojas, pisadas, el rastro del titán.
La ferula communis, la cañaheja la llevaba en su mano izquierda
y con la derecha me apuntaba,
como un loco, un milenarista,
me apuntaba y me culpaba silencioso
y el poder de su dedo índice era el poder de un cañón,
un arma de destrucción masiva,
sus dedos, pulgar, índice, medio, anular, meñique, el equipo completo,
todos armas de destrucción masiva,
y lanzaba bombas atómicas por cada uno de esos dedos
mientras una mueca siniestra le deformaba el rostro ya deformado por los años,
el rostro del Cáucaso, el rostro del hígado devorado.
Caminé por horas junto a Prometeo,
llegaste tarde, dijo son decir,
llegaste cuando tienes mucho que perder, dijo sin decir,
llegaste luego de la acumulación del estío, dijo sin decir,
te tardaste, dijo sin decir,
y Prometeo decía cosas inentendibles y en ocasiones sonreía burlón.
Apuntó hacia el río de sangre,
y coágulos del tamaño de gatos, ni muy grandes ni muy pequeños,
flotan por el río que desemboca en el fin,
en el fin del mundo o en el fin de los tiempos,
ríos de sangre que se lo llevan todo y que todo se lo han llevado.
Prometeo me llevó hasta un pequeño pupitre de madera junto al río.
Me senté.
Me senté y contemplé el río de sangre y los coágulos flotantes del tamaño de gatos,
contemplé, no miré ni observé, contemplé los cadáveres de todos los hombres flotando
rio abajo,
descendiendo.
Contemplé el cielo que se abría desde el horizonte calcinado
y las mujeres, todas las mujeres del mundo que sollozaban,
un alarido al unísono, un alarido terrible que me desagarraba el alma,
las mujeres que sollozaron por siempre por la muerte de los hombres en el fin de los tiempos.
Y el cielo se abría y revelaba las costuras, las cicatrices del universo
que Prometeo miraba con burla.
Y mientras las mujeres sollozaban escribí.
Escribí, digo,
escribí con urgencia,
escribí porque el mundo se acabaría luego,
escribí porque las mujeres sollozaban,
escribí porque el río no traía piedras, sino que coágulos y cadáveres,
escribí con desesperación y fui perdiéndolo todo.
Prometeo se reía burlón y repetía,
tardaste demasiado, te demoraste, te entretuviste en el camino,
repetía,
tienes mucho que perder, lo estás perdiendo todo, nada quedará,
repetía,
llegará el momento en que hagas explosión, explotarás y arrasarás con todo,
repetía,
y escribí, lo oí y seguí escribiendo mientras las águilas venían a nuestro encuentro
y continué escribiendo luego de dar una vuelta al mundo,
continué escribiendo luego de entender como todo terminaría,
escribí mientras el río se enrarecía,
mientras el aire se arremolinaba, escribí,
y seguí escribiendo mientras Prometeo luchaba contras las águilas.
Las águilas y sus garras,
las águilas y sus garras sobre el hígado de Prometeo que luchaba con vigor
mientras continuaba escribiendo.
Y en la orilla del río de sangre se acumulaban los cadáveres de todos los hombres
mientras yo escribía y me olvidaba de comer, de dormir, de caminar, mientras lo perdía todo,
mientras yo escribía nada iba quedando,
te demoraste, pero deberás renunciar a todo,
repetía sin decir Prometeo mientras luchaba contra las águilas,
no debiste acumular, repetía sin decir Prometeo,
y el cielo se oscurecía, se oscurecía, se oscurecía
mientras las mujeres comenzaron a lanzarse al río,
buscando entre los cadáveres los cuerpos de sus hombres,
dejándose llevar, navegando, descendiendo,
río abajo y tiempo abajo
Prometeo y yo luchamos y escribimos. 

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